Para entender la naturaleza de
la enfermedad hay que conocer ciertas verdades fundamentales.
La primera de ellas es que el hombre tiene un Alma que es su ser real; un Ser Divino,
Poderoso, Hijo del Creador de todas las cosas, del cual el cuerpo, aunque templo terrenal
de esa Alma, no es más que un diminuto reflejo: que nuestra Alma, nuestro Ser Divino que
reside en y en torno a nosotros, nos da nuestras vidas como quiere Él que se ordenen y,
siempre que nosotros lo permitamos, nos guía, protege y anima, vigilante y bondadoso,
para llevarnos siempre a lo mejor; que Él, nuestro Ser Superior, al ser una chispa del
Todopoderoso, es, por tanto, invencible e inmortal.
El segundo principio es que nosotros, tal y como nos conocemos en el mundo, somos
personalidades que estamos aquí para obtener todo el conocimiento y la experiencia que
pueda lograrse a lo largo de la existencia terrena, para desarrollar las virtudes que nos
falten y para borrar de nosotros todo lo malo que haya, avanzando de ese modo hacia el
perfeccionamiento de nuestras naturalezas. El Alma sabe qué entorno y qué circunstancias
nos permitirán lograrlo mejor, y, por tanto, nos sitúa en esa rama de la vida más
apropiada para nuestra meta.
En tercer lugar, tenemos que darnos cuenta que nuestro breve paso por la Tierra, que
conocemos como vida, no es más que un momento en el curso de nuestra evolución, como un
día en el colegio lo es para toda una vida, y aunque por el momento sólo entendamos y
veamos ese único día, nuestra intuición nos dice que nuestro nacimiento está
infinitamente lejos de ser nuestro principio y que nuestra muerte está infinitamente
lejos de ser nuestro final. Nuestras Almas, que son nuestro auténtico ser, son
inmortales, y los cuerpos de que tenemos conciencia son temporales, meramente como
caballos que nos llevaran en un viaje o instrumentos que utilizáramos para hacer un
trabajo dado.
Sigue entonces un cuarto principio, que mientras nuestra Alma y nuestra personalidad
estén en buena armonía, todo es paz y alegría, felicidad y salud. Cuando nuestras
personalidades se desvían del camino trazado por el alma, o bien por nuestros deseos
mundanos o por la persuasión de otros, surge el conflicto. Ese conflicto es la raíz,
causa de enfermedad y de infelicidad. No importa cuál sea nuestro trabajo en el mundo
limpiabotas o monarca, terrateniente o campesino, rico o pobre-, mientras hagamos
ese trabajo particular según los dictados del alma todo está bien; y podemos además
descansar seguros de que cualquiera que sea la posición en que nos encontremos, arriba o
abajo, contiene esta posición las lecciones y experiencias necesarias para ese momento de
nuestra evolución, y nos proporciona las mayores ventajas para el desarrollo de nuestro
ser.
El siguiente gran principio es la comprensión de la Unidad de todas las cosas: el Creador
de todas las cosas es Amor, y todo aquello de lo que tenemos conciencia es en su infinito
número de formas una manifestación de ese Amor, ya sea un planeta o un guijarro, una
estrella o una gota de rocío, un hombre o la forma de vida más inferior. Podemos darnos
una idea de esta concepción pensando en nuestro Creador como en un sol de amor benéfico
y resplandeciente y de cuyo centro irradian infinitos rayos en todas las direcciones, y
que nosotros y todos aquellos de los que tenemos conciencia son partículas que se
encuentran al final de esos rayos, enviadas para lograr experiencia y conocimiento, pero
que, en última instancia, han de retornar al gran centro. Y aunque a nosotros cada rayo
nos parezca aparte y distinto, forma en realidad parte del gran Sol central. La
separación es imposible, pues en cuanto se corta un rayo de su fuente, deja de existir.
Así podemos entender un poco la imposibilidad de separación, pues aunque cada rayo pueda
tener su individualidad, forma parte, sin embargo, del gran poder creativo central. Así,
cualquier acción contra nosotros mismos o contra otro afecta a la totalidad, pues al
causar una imperfección en una parte, ésta se refleja en el todo, cuyas partículas
habrán de alcanzar la perfección en última instancia.
Así pues, vemos que hay dos errores fundamentales posibles: la disociación entre nuestra
alma y nuestra personalidad, y la crueldad o el mal frente a los demás, pues ése es un
pecado contra la Unidad. Cualquiera de estas dos cosas da lugar a un conflicto, que
desemboca en la enfermedad. Entender dónde estamos cometiendo el error (cosa que con
frecuencia no sabemos ver), y una auténtica voluntad de corregir la falta, nos llevará
no sólo a una vida de paz y alegría, sino también a la salud.
La enfermedad es en sí beneficiosa, y tiene por objeto el devolver la personalidad a la
Voluntad divina del Alma; y así vemos que se puede prevenir y evitar, puesto que sólo
con que pudiéramos darnos cuenta de los errores que cometemos y corregirlos de forma
espiritual y mental, no habría necesidad de las severas lecciones del sufrimiento. El
poder Divino nos brinda todas las oportunidades de enmendar nuestros caminos antes de que,
en último recurso, se apliquen el dolor y el sufrimiento. Puede que no sean los errores
de esta vida, de este día de colegio, los que estamos combatiendo; y aunque en nuestras
mentes físicas no tengamos conciencia de la razón de nuestro sufrimiento, que nos puede
parecer cruel y sin razón, sin embargo nuestras almas (que son nuestro ser) conocen todo
el propósito y nos guían hacia lo que más nos conviene. No obstante, la comprensión y
la corrección de nuestros errores acortarán nuestra enfermedad y nos devolverán la
salud. El conocimiento del propósito de nuestra alma y la aceptación de ese conocimiento
significa el alivio de nuestra angustia y sufrimiento terrenal, y nos deja libres para
desarrollar nuestra evolución en la alegría y en la felicidad.
Existen dos grandes errores: el primero dejar de honrar y obedecer los dictados de nuestra
alma, y el segundo, actuar contra la unidad. Respecto al primero, hay que dejar de juzgar
a los demás, pues lo que es válido para uno no lo es para otro. El comerciante, cuyo
trabajo consiste en montar un gran negocio, no sólo para beneficio suyo, sino de todos
aquellos que trabajan para él, ganando conocimiento de eficiencia y control, y
desarrollando las virtudes relacionadas con ambos, necesariamente tendrá que utilizar
cualidades y virtudes diferentes de las de una enfermera, que sacrifica su vida cuidando
enfermos; y, sin embargo, ambos, si obedecen los dictados de sus almas, están aprendiendo
adecuadamente las cualidades necesarias a su evolución. Lo importante es obedecer los
dictados y órdenes de nuestra Alma, de nuestro Ser Superior, que conocemos a través de
la conciencia, del instinto y de la intuición.
Así pues, vemos que, por sus mismos principios y en su misma esencia, la enfermedad se
puede prevenir y curar, y es labor de médicos y sanadores espirituales el dar, además de
los remedios materiales, el conocimiento del error de sus vidas a los que sufren, y
decirles cómo pueden erradicarse esos errores para que así los enfermos vuelvan a la
salud y a la alegría.